Hoy toca mamografía, como cada dos años porque afortunadamente todo va bien. Soy de las primeras y me siento en un desvencijado banco de plástico hace años de color blanco, con arañazos de tiempo y suciedades tan añejas que no se pueden eliminar. Hoy no llevo un libro como siempre para aliviar la espera, se me ha olvidado, pero como es pronto, salgo y compro el periódico y de paso me tomo un café, menos mal que no hay que ir en ayunas. Poco a poco, la sala se va llenando de mujeres, de esa edad madura en la que se prevé que la enfermedad puede alcanzarnos, hay alguna chica joven y me preocupo, si esta allí es mala señal.
Conozco a la mayoría de vista, nos citan por vecindad y todas las caras me suenan, a la mayoría no puedo ponerle nombre pero las saludo porque nos reconocemos de la vida cotidiana. Una es la dueña del quiosco donde compro la prensa los domingos y con la que a veces comento nimiedades, nos saludamos pero no entablamos conversación.
Me llaman, me dicen que me desnude de cintura para arriba y que entre en un pequeño cubículo en el que dejar la ropa y esperar que digan mi nombre, entro en la sala de maquinas, donde me aprietan y aprietan, pero aguanto bien, estoy tranquila porque hasta ahora no he tenido ningún problema y no tiene porque ser distinto. Salgo, vuelvo a sentarme y espero que me digan que las placas han salido bien. Es ese ratito quizás el más desesperante. A la vecina de mi rellano le dicen que se las tiene que volver a hacer, ya ha tenido algún problema, parece que no demasiado serio, pero la veo preocupada e intento consolarla con palabras manoseadas, que seguro no le consuelan nada. Cuando me nombran y puedo irme, miro a las demás que siguen esperando, esperando a la vida, ojala nos llegue a todas.
© 2008 Alma
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