Un día cualquiera, de un año cualquiera de la década de los cuarenta, ella (mi madre) se levanta todas las mañanas antes de las seis para ir al trabajo. Tiene doce años y dobla bolsas de papel, una tras otra, es fácil para ella, lleva haciéndolo desde los nueve. Bajo sus pies, un taburete para que pueda alcanzar el mostrador donde van pasando las bolsas, una tras otra.
Después de unas horas y junto a otras niñas va a otra fábrica donde harán lona para los zapatos de los soldados. Recorren un camino largo, inhóspito y eternamente nevado. Son cuatro niñas, cuatro rosas, de las que nadie ha contado su historia. Sus manos, sus pequeñas manos, cogen enormes bobinas de hilo, una tras otra, encima de un taburete.
Al llegar a casa, una madre (mi abuela) que aún no está, ha salido antes de las cinco a vendimiar, o a recoger leña, o a segar trigo, un trabajo tras otro, antes de ir a una fábrica de papel de fumar, donde rellena sobres, uno tras otro.
Un padre (mi abuelo), que no está, encerrado en una lejana cárcel por ayuda a la rebelión, se rebeló jugando a las cartas con sus amigos en el casino en horas equivocadas.
Corren rumores de que habrá un indulto para los que no cometieron delitos de sangre. Una pequeña esperanza para un enorme corazón. Tres hermanos mas pequeños que vuelven de un colegio que ella no conocerá y que quieren comer y ser mimados. Ser niños.
Ella piensa que tiene suerte, el padre de Carmen se ha perdido en alguna fosa común y la madre de María murió enferma de guerra.
Asa pieles de patata en la chimenea y las saborea soñando un futuro.
Al día siguiente se levantará antes de las seis e irá a la fábrica a doblar bolsas de papel, una tras otra. Cogerá bobinas de hilo, una tras otra. Y aún así sonreirá a la vida.
Esta es una historia cotidiana y este monólogo es mi ley de la memoria histórica cotidiana.
Afortunadamente, ella (mi madre) aún le sonrie a la vida.
© 2007 Alma
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